Después de dos meses haciendo mis prácticas, es momento de sentarme y hacer una reflexión más profunda de lo vivido hasta ahora y de analizar todas las experiencias y situaciones que he presenciado hasta el momento.
Entiendo la escuela como un espacio seguro, solidario, empático donde cada miembro de la comunidad educativa, y sobre todo el alumnado debe sentirse motivado, feliz, con ganas de aprender y con ilusión por ir cada mañana a la escuela.
Este pensamiento no es incompatible con momentos de mayor firmeza en los que hay que reprender determinadas actitudes que atentan contra el buen funcionamiento del centro o que se salen descaradamente de las normas del aula.
Lo que me cuesta entender es el enfado diario, la ironía malintencionada, el reproche ante el error, llegando a generar cuanto menos estrés y me atrevería a decir incluso miedo en los estudiantes.
Cada estudiante es único, pertenece a una familia con sus peculiaridades, más o menos dispuestas a involucrarse en la educación de sus hijos, familias que están pasando por verdaderas dificultades que les impide atender todos los frentes que tienen abiertos y que probablemente de una forma u otra afecta al alumnado y a su manera de comportarse. Eso nos obliga como docentes a observar las diferentes actitudes de nuestros alumnos, investigar por lo que están pasando y ver la forma de poder ayudarlos y no quedarnos con que ese día no ha traído "la tarea" y por ello tiene un punto negativo.
Me refiero a la flexibilidad docente, a la empatía con la situación de cada uno, a no cargar contra los estudiantes las decisiones que toman algunas familias y que el docente debe conocer o al menos presuponer de antemano.
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